sábado, 26 de octubre de 2013

Dispara, yo ya estoy muerto.

Ya es domingo y haré dos cosas que no hago muy a menudo. Publicar algo hoy en nuestro día de descanso y que ese “algo” sea, más que una crítica, una recomendación literaria. Y es que hace unas horas acabé de leer “Dispara, yo ya estoy muerto” de la periodista y escritora española, Julia Navarro. ¿Y saben qué? Me pongo de pie y le aplaudo.

No es un thriller que te mantenga sentado al borde de la silla y a punto de darte un guamazo ya sea porque te caigas de la silla o porque te sorprenda con un giro inesperado. Mucho menos es uno de esos romances tarados que ahora emocionan a la juventud y hasta los tienen con los nervios de punta por saber qué actor representará a X personaje. No. Es una historia de muchas historias. Recorre desde finales del siglo XIX hasta 1948 y, al menos yo, leí, crecí y viví con la familia Zucker y la familia Ziad.

Por partes parece un libro de propaganda judía, por partes parece un libro que sucintamente apoya a los palestinos; y pese a ser una historia cuyo final – histórico – ya conocemos y vemos a diario, la humanidad con la que Navarro retrata a las tres generaciones que habitan en sus páginas es sublime.

Tres generaciones que, aparte de hacerte vivir con ellos, te hacen viajar desde la Rusia Imperial y San Petersburgo hasta Jerusalén y Tel-Aviv pasando por Madrid, el París de la Belle Époque, Toledo y las bombardeadas ciudades de Londres y Berlín.

 No sólo eso. Navarro te lleva del gobierno zarista al burdo socialismo que asesinó acorde a sus creencias, o sea, sin distinción social; de la vida cosmopolita y superflua de Europa Occidental, al choque cultural que supuso la migración de judíos europeos a Medio Oriente durante el siglo XX. De la amistad bienintencionada al odio inevitable. De guerra en guerra, sólo cambiando de escenario.

Los invito a leer esta novela que tanto me ha gustado, son sólo 905 hojas, ni más ni menos, pero están tan bien relatadas, tan bien escritas que fluyen por tus manos como la historia que fluye entre sus párrafos. Aparte de que, a mi parecer, tiene el mejor inicio que he leído desde aquellas famosas primeras palabras de “En un lugar de la Mancha…”. He aquí ese primer párrafo:

“Hay momentos en la vida en los que la única manera de salvarse a uno mismo es muriendo o matando”. Hasta la próxima semana.


martes, 15 de octubre de 2013

La Edad Media, en el siglo XXI.

Leo las noticias. Van cincuenta degollados en el estado de Michoacán. Un grupo de narcotraficantes amenazó con que serían trescientos. Leo los comentarios latinoamericanos: “Dios es grande, Jesús es la salvación, pecadores, ¡Morirán!”. Veo lo que sucede en gran parte del territorio mexicano: Pueblos que ya armaron su autodefensa, otros que decidieron liberarse del yugo capitalista y crean su propia moneda, y otros más que son casi territorios perdidos a manos de la delincuencia organizada. Parecen feudos. Señores, México, y quizás buena parte de Latinoamérica vive en la Edad Media.

Sí, tenemos todo el avance tecnológico que nos ha llegado de las grandes potencias que ya tuvieron su revolución industrial y que llevan fuera del Medioevo por más de quinientos años. Sí, parece que sólo estamos unos pasos atrás de aquellos países avanzados. Pero cultural y humanísticamente hablando, no estamos atrás por unos años, ¡Estamos atrás por siglos!

No sabemos lo que es la democracia y vivimos en un régimen hereditario en el que los hijos no son naturales pero si políticos. En cuestiones de trabajo, lo único que separa a los obreros del siglo XXI de los esclavos y siervos de los feudos europeos del siglo XII es un tecnicismo. De facto ya no existe la esclavitud, pero la realidad es que ya no existe porque a los feudatarios no les convenía tener que mantener a sus siervos. Es más fácil darles unas monedas y que ellos se las arreglen, que tener que darles cobijo bajo propio techo.

Vivimos bajo los principios religiosos y morales que impone una iglesia por demás caduca. Pero, al igual que en la Edad Media europea, estos principios religiosos son sólo una fachada porque mientras el narcotraficante reza piadosamente el perdón de todos sus pecados recuerda el asesinato que cometió la semana pasada, o la orden de su jefe de colgar de un puente a un pobre hombre, como escarmiento para todo aquel que quiera sentirse más.

Combaten por territorios, ciudades y pueblos a los que dominar y poco les importa lo que los aldeanos de dichos lugares puedan pensar. Cobran dinero por una “protección” que nadie quiere, el derecho de piso. Resguardan sus terrenos y son capaces de enfrascarse en una lucha sangrienta con tal de no permitir el avance del enemigo. Sólo les hace falta el arco, la espada y caballería para que puedan hacer una escena estilo la batalla de Agincourt, o la del puente de Stanford. Y, cómo olvidar, el pueblo arma motines contra sus delincuentes e intenta quemarlos vivos o cuando menos, lincharlos.

Pero, quizás lo más preocupante es que la mayoría de las naciones latinoamericanas apenas están cumpliendo los doscientos años de independencia. La Edad Media en Europa duró poco más de un milenio, del 476 año de la caída de Roma al 1492, año en que, sí, Colón descubriera, y quizás, pasara la estafeta, a América.


Hasta la próxima semana.