martes, 27 de agosto de 2013

El gato y el agua.

Camina sigilosa entre la maleza selvática, confiada, pues es su sendero habitual. Conoce cada árbol, cada sonido y cada olor que emana de su hogar. Sus crías le esperan escondidas algunos kilómetros atrás; ayer cenaron leche con sabor a ciervo, y mientras piensa qué les dará de comer pasado mañana, observa con agudeza el paisaje circundante, del que presume que no hay nada que no conozca. De pronto se despeja la maleza y ella piensa “no es posible que ya haya llegado al abrevadero, todavía me falta un rato”, cuando ¡Oh sorpresa! Una gran valla de alambre se interpone en su camino, y en la alambrada hay una caseta.

-Buenos días mi querida jaguar, ¿jaguar you? – pregunta un chico vestido de azul, con garrote en mano por si el animal quiere pasarse de fiera. Y mientras el felino, con cara de no entender nada, se pregunta por donde podrá pasar a beber agua, el guardia le entrega un tríptico y con tono amigable - “para que se te olvide que estoy a punto de torcerte”, piensa – le explica que el abrevadero de toda la vida, siempre presente para animales, plantas y humanos, ahora le pertenece a unos tales “Smith and brothers Company”, o una jalada de tal calibre.

-Como verás, aquí se explica todo el plan de pago anual, para que te entreguemos una credencial a ti y a tus cachorritos y puedan todos venir a consumir de nuestra agua. Todo por el módico precio de diez ciervos al mes, que es una ganga porque a los humanos les cuesta un ojo de la cara. Para que luego no digan que no pensamos en la fauna local – le comenta, mientras la agobiada pantera se pregunta de dónde coños cazará diez ciervos al mes cuando con trabajos puede atrapar uno o dos en treinta días.

Es así como la desolada jaguar se va entre gruñidos ininteligibles para el guardia, pero que en jaguarés significan “ve y privatiza tu culo y el de los hermanos Smith” y, de regreso a su hogar va pensando si hay algún otro abrevadero, lago o río al que pueda acceder para hacer lo que ha hecho desde que nació, beber agua. Mientras recorre aquel sendero que toda su vida conoció y ahora tan extraño le parece, pasa a su lado un ciervo y ella sólo atina a observarle cabizbaja y en ese idioma que toda la naturaleza parece comprender, menos los humanos, le susurra “ahora sí ya nos jodieron compadre. ¿Y si levantamos un plantón e invitamos al oso polar, a la última familia de rinocerontes asiáticos y a tus amigos los atunes?”.

Punto y aparte. Cada que leo esta clase de noticias, que unos tarados con cuentas repletas de ceros a la derecha quieren privatizar el agua porque no es un derecho, sino un servicio por el que se debe pagar; que otros tarados – o quizás los mismos – les vale un pepino si derriten el Polo Norte con tal de extraer el petróleo que ahí hay y así salir de la crisis energética por unos diez años más; o que algún idiota decidió cargarse al último rinoceronte negro porque su cuerno valía tres putas y un mes viviendo la vida loca, o notas de ese estilo, no puedo agregar más que: Bienvenidos a la era de la estupidez global.


Hasta la próxima semana. 

martes, 20 de agosto de 2013

La hipocresía del mexicano.

Imaginen la escena: Cincuenta y siete cadetes mexicanos, marineros y futuros militares tomaban el sol en una playa polaca, Gdynia, frente al helado mar Báltico. Alrededor de ellos, trescientos polacos – hooligans acorde a los medios nacionales – comienzan a amontonarse. Y se arma la de Dios es padre. Entre sillas plegables voladoras, bañistas espantados, uno que otro celular grabando y gritos racistas (ya me imagino algo así como “malditos jardineros, borrachos y huevones”), los locales le dieron una tunda a mis coterráneos. El saldo: diecisiete mexicanos lesionados, dos polacos y un nacional detenidos y una crisis diplomática sin precedentes con el país de Woltyja.

Por supuesto, inmediatamente el gobierno mexicano, con su embajada en Varsovia y la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) pidió que se haga justicia, que se deslinde de responsabilidades y se castigue a los culpables de lo que –como lo llamó Jesús Martín Mendoza, locutor de cierto programa radiofónico ampliamente escuchado – “fue una clara agresión racista”.

Y sí, si los agresores gritaron insultos que denigraran la condición humana de los cadetes mexicanos, claro que fue una agresión racista, un hecho que no sólo sucede en Polonia, sino también en Italia cuando le gritan a Balotelli que no hay italianos negros, o en Estados Unidos, o en la misma África (sólo que ahí se invierten los papeles) y también, por supuesto, en México. Que es a lo que voy.

Por acá en mis tierras si uno entra a Twitter, es muy común ver Trending Topics de una calidad humana como #LosSalvadoreñosHuelenAMierda o #MueroDeHambreComoUnEspañol, entre otros de dicha calaña. Pero, insultar tras una computadora es quizás lo de menos, cuando año con año son maltratados, insultados, desplazados y en ocasiones hasta asesinados miles de centroamericanos que no tienen de otra más que atravesar nuestro país para llegar a los Estados Unidos.

Porque si de insultar y hacer menos a los demás se trata, los mexicanos tenemos una extraña y desafortunada habilidad. Por un lado – la voz oficial – clama que nos sentimos hermanos de sangre y de historia con el centroamericano, por el otro le hacemos todo tipo de barbaridades. También tachamos a los argentinos como creídos, hijos de toda su maíz por habernos eliminado de dos mundiales consecutivos, y sin embargo los argentinos, santafeños, que he conocido son un amor de persona. Y así puedo seguir un largo etcétera.

Y, cuando un gringo – mote despectivo contra los estadunidenses, pero que bien puede usarse contra cualquier europeo o norteamericano – empieza a tacharnos de jardineros, narcotraficantes y buenos para nada, entonces si todo mundo arma un alboroto, se despierta ese sentimiento de equidad que tan somnoliento está dentro del mexicano. ¡Cómo se atreven a hacernos menos, malditos gringos abusivos!

“No hagas lo que no quieres que te hagan”, así es como reza un famoso proverbio en español que mencionan mucho aquí en México y que sin embargo parece entrarnos por un oído y salirnos por el otro. La hipocresía mexicana, esa misma con la que actúan nuestros revolucionarios de Facebook, tiene tomada por el cogote a la población. Como platicaba el otro día, “aquí cada quien jala para su propio lado”, y mientras tanto esgrimimos una falsa sonrisa, por detrás preparamos el puñal. Pobre México, tan lejos del respeto, tan cerca de la intolerancia.

Hasta la próxima semana.





martes, 13 de agosto de 2013

Reinscripciones.

Por estos días viene el pago de reinscripción que todos los que estamos matriculados como alumnos de la Universidad Nacional Autónoma de México tenemos que hacer.

Para estudiar un año más en la mejor universidad del país – digan lo que digan las universidades privadas – tienes que pagar la excesiva, aberrante, desalmada, desorbitada cantidad de veinticinco centavos de peso mexicano, lo que viene siendo menos de un centavo de dólar. O sea, nada. Y sin embargo, como en todo, hay quien se queja que pagar tan brutal cantidad monetaria es un robo. Un hurto, porque la educación debe ser gratuita (lo es, pero hasta nivel preparatoria) y la Universidad es lo suficientemente competente como para crear el árbol del dinero. O pendejadas de ese calibre.

Y como bien sabemos, en todos lados siempre hay zánganos – como esos que se quejan del aumento al transporte público defendiendo su utopía socialista mientras te venden copias y tiempo de internet – dispuestos a reclamar que pagar una mínima cantidad por el bien de tu escuela, de tu Alma Mater, es un abuso de autoridad.

El problema, como bien se podrán dar cuenta, no sólo se circunscribe a la UNAM, sino que afecta a muchos otros aspectos de la vida cotidiana del mexicano. Como bien dice mi padre “están tan acostumbrados a que todo sea de a grapa que cuando les piden cooperación nadie quiere dar nada”. Por ejemplo en las escuelas primarias.

Entiendo que para eso están los impuestos y que, pese a que mucho del dinero que paga la gente termina en las carteras del alto mando roedor de nuestro país, poco afecta dar veinte pesos al mes – o ayudar con algunos trabajos sencillos, en caso de que veinte pesos realmente afecten mucho la economía familiar – para mejorar las instalaciones en las que tu hijo aprende y es educado todos los días.

El problema – claro y como siempre – tiene doble filo. Por un lado, está el desinterés que muestran los universitarios y los padres de niños en educación elemental al momento de tener que desembolsar para mejorar su aprendizaje y el lugar en el que se educan. Por el otro, está el gobierno que poco a poco durante los dos últimos sexenios (cuando menos) ha desmembrado la educación. Y, considero, que mientras no solucionemos el primero, el segundo sólo continuará y se agravará aún más.

Mientras a la gente no le interese en lo más mínimo la educación; mientras al paisano le valga un comino, o un huevo, que su hijo aprenda Historia, Español, Lógica y Química, el gobierno continuará, feliz de la vida, con sus recortes a la educación y al programa educativo, hasta que tenga un pueblo demasiado ignorante que no sepa ni cuando nació su país. Cosa que no tardará mucho en llegar. Lamentablemente.

Así que, retomando el punto original, a todos aquellos universitarios que no quieran pagar veinticinco centavos de peso, menos de un centavo de dólar, por su educación universitaria; a quienes no quieran aportar un poco a la institución que tanto les dará, en nombre de mi persona – y por los que sí están interesados en mantener y mejorar a la mejor universidad del país – pueden irse directito a la…


Hasta la próxima semana.

martes, 6 de agosto de 2013

La adicción de viajar.

Iba sentado en el asiento del copiloto en un taxi que le saldría carísimo, pero poco le importaba, pues frente a él cada esquina, cada giro, incluso cada árbol y cada sonido eran nuevos. Todo era desconocido. Estaba a kilómetros de casa y una extraña sensación de libertad se apoderó de él. Una nueva adicción, viajar.

Mientras Maurizio –el conductor del taxi – señalaba un pueblo en la distancia, de nombre Jesi, enclavado en una colina y con el campanario de la iglesia principal sobresaliendo del resto de los edificios provincianos, dentro de él un pensamiento tomaba forma. “Nunca más querré dejar de viajar, nunca más querré dejar de conocer”.

Ya fuere en su país natal o alrededor del globo, el joven del taxi más caro de la historia, se hizo una promesa frente a la campiña italiana, con las montañas de majestuoso fondo, y un nublado cielo como testigo: viajar a toda costa, pues un viaje, como aprendería a lo largo del mes, es la última universidad. Visitar otro lugar es empaparse de la gloria divina del conocimiento, es enterrar tabúes y alimentar el alma. Es vida.

Mientras se encontraba fuera de casa, aprendiendo a cada paso – literalmente –, conoció a quien consideraría como una de las personas más afortunadas del mundo. De veinticinco años, noruega y con todo para salir avante en su vida laboral, la joven conocía ya cuatro continentes, sino es que cinco, y viajaba con tanto placer que él supo enseguida que ella era una adicta.

“Me encanta alejarme de lo común, y lo último que quiero encontrar cuando viajo es gente que hable noruego” le dijo, mientras él hojeaba su libro de Lonely Planet, que hablaba de Israel. Dos o tres meses después ella iría con su novio veneciano (a quien conociera en Sofía años antes) a Jerusalén, y ya preparaba su itinerario.

Ella relataba historias de lugares que él sólo había observado en un globo terráqueo o levemente sobrepasado durante sus largas sesiones de viajes en Google Earth. Viajes a Uganda e Indonesia, cursos escolares en Islandia y semestres universitarios en Nueva York; queda claro porque él inmediatamente pensó que ella era extremadamente afortunada.

Y mientras el joven del taxi extremadamente caro conocía pequeños poblados, grandes historias y mucha cultura, otras personas llegaron para asombrarle. Una inglesa, de origen bosnio, que en auto –un par de años antes – había recorrido toda la antigua ex-Yugoslavia en un viaje familiar, o unos paraguayos que de usual se iban a las playas brasileñas y ahora viajaban por Europa en un viaje más que merecido, o una portuguesa que dos meses después estaría en Camboya realizando su servicio social, o la brasileña que probaría suerte en tierras lejanas por seis meses, y un largo etcétera…

Un largo etcétera de gente que conocería y que apenas si se imaginaba sus historias mientras él viajaba en un taxi – el más caro de la historia – de un aeropuerto pegado al mar Adriático y con destino a una pequeña colina entre el valle Potenza y el valle Chienti. Historias, gente, cultura, amistad y largos viajes que le crearían una nueva adicción, costosa como todas, pero saludable, viajar.


Hasta la próxima semana.