martes, 6 de agosto de 2013

La adicción de viajar.

Iba sentado en el asiento del copiloto en un taxi que le saldría carísimo, pero poco le importaba, pues frente a él cada esquina, cada giro, incluso cada árbol y cada sonido eran nuevos. Todo era desconocido. Estaba a kilómetros de casa y una extraña sensación de libertad se apoderó de él. Una nueva adicción, viajar.

Mientras Maurizio –el conductor del taxi – señalaba un pueblo en la distancia, de nombre Jesi, enclavado en una colina y con el campanario de la iglesia principal sobresaliendo del resto de los edificios provincianos, dentro de él un pensamiento tomaba forma. “Nunca más querré dejar de viajar, nunca más querré dejar de conocer”.

Ya fuere en su país natal o alrededor del globo, el joven del taxi más caro de la historia, se hizo una promesa frente a la campiña italiana, con las montañas de majestuoso fondo, y un nublado cielo como testigo: viajar a toda costa, pues un viaje, como aprendería a lo largo del mes, es la última universidad. Visitar otro lugar es empaparse de la gloria divina del conocimiento, es enterrar tabúes y alimentar el alma. Es vida.

Mientras se encontraba fuera de casa, aprendiendo a cada paso – literalmente –, conoció a quien consideraría como una de las personas más afortunadas del mundo. De veinticinco años, noruega y con todo para salir avante en su vida laboral, la joven conocía ya cuatro continentes, sino es que cinco, y viajaba con tanto placer que él supo enseguida que ella era una adicta.

“Me encanta alejarme de lo común, y lo último que quiero encontrar cuando viajo es gente que hable noruego” le dijo, mientras él hojeaba su libro de Lonely Planet, que hablaba de Israel. Dos o tres meses después ella iría con su novio veneciano (a quien conociera en Sofía años antes) a Jerusalén, y ya preparaba su itinerario.

Ella relataba historias de lugares que él sólo había observado en un globo terráqueo o levemente sobrepasado durante sus largas sesiones de viajes en Google Earth. Viajes a Uganda e Indonesia, cursos escolares en Islandia y semestres universitarios en Nueva York; queda claro porque él inmediatamente pensó que ella era extremadamente afortunada.

Y mientras el joven del taxi extremadamente caro conocía pequeños poblados, grandes historias y mucha cultura, otras personas llegaron para asombrarle. Una inglesa, de origen bosnio, que en auto –un par de años antes – había recorrido toda la antigua ex-Yugoslavia en un viaje familiar, o unos paraguayos que de usual se iban a las playas brasileñas y ahora viajaban por Europa en un viaje más que merecido, o una portuguesa que dos meses después estaría en Camboya realizando su servicio social, o la brasileña que probaría suerte en tierras lejanas por seis meses, y un largo etcétera…

Un largo etcétera de gente que conocería y que apenas si se imaginaba sus historias mientras él viajaba en un taxi – el más caro de la historia – de un aeropuerto pegado al mar Adriático y con destino a una pequeña colina entre el valle Potenza y el valle Chienti. Historias, gente, cultura, amistad y largos viajes que le crearían una nueva adicción, costosa como todas, pero saludable, viajar.


Hasta la próxima semana. 

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