martes, 26 de marzo de 2013

Sobre lo serena que es la vida en un pueblo entre las montañas.


Entre setenta kilómetros de curvas, mareo, vistas idílicas de montañas pobladas de verde, pueblos rascuachos ensombrecidos en la pobreza de nuestra provincia, calor y el horror de no saber que espera a la vuelta de cada curva –bien puede ser que nada, o bien puede ser que tu fortuna sea desquiciada por un camión que lleve prisa y se sienta invencible –, llegamos por fin al pueblo de Cuetzalan.

Pueblo mágico desde hace ya unos años, aquí, puedo asegurarles, encontrarán un par de iglesias que de verlas en Europa,  no notarían nada extraño y las asimilarían como parte del paisaje. Hablo de la Iglesia de San Francisco de Asís, en el zócalo del pueblo y del Santuario de Guadalupe, mejor conocida como “El Santuario de los Jarritos”. La última, con su estilo neogótico parece sacada de un pueblo alemán.



Pero no es todo lo que encontrarán en un pueblo que tiene de todo para el que ame las intrincadas callejuelas montañosas. Para aquel que ame un pueblo con calles adoquinadas.

En primera, siempre serás perseguido por una legión de mujeres, hombres y niños indígenas que buscan venderte cuanta artesanía tengan a la mano, menester que, en palabras de Poncho, después de un rato puede llegar a ser fastidioso. Entre ellos hablan en náhuatl, lo cual le da un poco más de color al asunto, pero a uno le hablan con un español muy acentuado, próximo al español veracruzano.

Las calles, algunas demasiado estrechas para el paso de un auto, se revisten con la pintura blanca que presumen los edificios. Entre ellos destaca la Casa de Cultura de Cuetzalan, pequeño museo que presenta la historia de la región. De cómo las tradiciones indígenas se han entremezclado –como pasa en todo México –  con algunas de las tradiciones europeas y africanas. Y también relatan la historia de soldados franceses que buscaron nueva vida tras la intervención francesa y fueron a parar a aquel pedazo de cielo. De ahí lo neogótico de las iglesias del pueblo. Ninguna tiene más de ciento veinte años de antigüedad.

También –y no quiero sonar a comercial, aunque sí les estoy dando un poco de propaganda gratis – hay un restaurante, frente a la Iglesia de San Francisco de Asís, en el zócalo del pueblo, llamado “La época de oro”. ¿Qué tiene de especial?, se preguntarán… bueno, pues aparte de una comida bastante apetecible, el lugar es un museo. Sí, un museo-restaurante.

Está lleno de antigüedades, desde armas antiguas como pistolas, fusiles, una bala de cañón y armas blancas, hasta condecoraciones nazis que no sobrepasan los mil pesos de precio. Condecoraciones que, por la explicación que traen debajo, le enchinan la piel a uno, pues al menos alguna de ellas fue entregada a un alemán que derribó a cinco aviones enemigos. Cosas de la guerra, pues. Pero quizás la antigüedad que más enamoró mi corazón – y creo que la única que no vendían, para mi desgracia – era el fósil completo de un trilobite. Pero no un trilobite cualquiera, sino uno de treinta centímetros de longitud y en perfecto estado de conservación. Una maravilla que los paleontólogos podrían fácilmente investigar y catalogar en cualquier universidad.



Entre lo malo que podría destacar de este poblado poblano, está el siguiente relato.

Caminábamos de un lado del pueblo al otro, con la firme intención de llegar al Santuario de los Jarritos y visitarle, pues desde el auto se veía como un lugar de gran interés – cosa que lo fue –, y mientras andábamos por las calles llenas de puestos (era día de tianguis) y gente que mercaba cuanto puedes imaginar, yo buscaba un sitio donde vendieran libros. Pequeña obsesión la mía de comprar libros donde los haya. Así que entramos en una tienda de abarrotes para hablar con Dios, o sea, ir al baño, y mientras esperábamos a uno de mis amigos, se me ocurrió preguntarle a la dueña del lugar donde había una librería o al menos un sitio donde pudiese comprar libros. Su respuesta tienen que imaginarla con una cara de confusión total, casi como si le hubiera hablado en chino: “¿Libros? ¿Por qué busca libros? Aquí no venden, o bueno, quizás en la Casa de la Cultura”. Vamos, por poco le tengo que contar a la señora que los libros no se comen ni crecen en la tierra…

Fuimos a otro pueblo aparte de Cuetzalan. El pequeño pueblo de Yohualichan. A media hora de viaje de nuestro lugar de llegada, en este lugar olvidado de la mano del dios dinero (ya ven que los dioses parecen siempre olvidar a sus súbditos) hay unas ruinas arqueológicas que datan, por muy recientes, del año 900. Este sitio es el antecesor de la ciudad del Tajín, y sin embargo no tiene el renombre ni el gentío que recibe el sitio veracruzano.



Las pirámides, como observan en la foto, tienen los mismos nichos característicos a la cultura totonaca. –Cada nicho representa un día del calendario totonaca- nos explicó Octavio, un chico que no sobrepasaba los veinte años, quien, vestido con una camisa morada y pantalones mezclilla, nos abordó en la entrada de la carretera a Yohualichan y nos dijo que por el precio que nosotros consideráramos justo, él haría la función de guía.

El sitio está en un estado de conservación magnífico y, para todos aquellos que gusten de visitar lugares históricos sin el gentío de un Teotihuacán, quizás Yohualichan pueda funcionarles. Y frente al sitio podrán encontrar una iglesia, de cincuenta años de antigüedad, la cual, nos contó Octavio, fue construida con piedras extraídas de las pirámides.

Y frente a la iglesia, dejen les presumo, comí unos tlayoyos, que son lo mismo que unos tlacoyos, sólo que sin la c. Por diez pesos, dos señoras nos daban una orden de cuatro que, junto con una salsa bastante rica, era una comida bastante buena.

Por último, también visitamos unas grutas cercanas y una cascada –Las Hamacas –, que sólo sirven para demostrar el innegable poder que tiene la naturaleza, nos guste o no, y que al final de la partida, terminará por primar. Al final todo, desde Yohualichan hasta el Ángel de la Independencia y la Estatua de la Libertad terminarán por ser lo que todos somos, polvo.

Éste fue mi pequeño viaje a un sitio sereno, donde aún nada acontece sin que tú te enteres. Un pequeño pueblo que, pese a ser mágico, no recibe la atención que tiene un Tepotzotlán o un Real del Monte. Cuetzalan que, acompasado por la vida en la sierra poblana, todavía tiene un poco de paz y un cielo eterno en el que el humo de una ciudad tan caótica como la nuestra, no ha arribado y espero jamás lo haga.

Hasta la próxima semana.

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