El norte de Morelos, el
estado vecino del sur de nuestro D.F., amenaza con convertirse en una larga
mancha urbana. El pueblo que alguna vez fue Atlatlahucan, por ejemplo, está ya
muy unido a lo que es Cuautla, gracias a la carretera y a los muchos changarros
que adornan el camino. Lo mismo pasa si uno se dirige a Villa de Ayala. Uno
jamás sale de Cuautla cuando ya le anuncian que se encuentra en la aledaña
población.
Pero aún así, aunque en
treinta años y con nuestro desproporcionado aumento poblacional, creo que estos
pueblos mantendrán su magia; magia que a buena parte de ellos les haya valido
el mote de “La ruta de los conventos”.
Su escritor de lápiz ha
tenido muchas felices ocasiones de poder visitar el estado de Morelos.
Principalmente el norte. Uno diría, “un estado tan pequeño debería ser fácil de
recorrer”, pero llevo ya tres años dando tumbos de pueblo en pueblo y aún no
conozco ni por encima la parte sur de la región.
Durante los ya mencionados
tres años, he visto bastantes curiosidades que son dignas de mención, de igual
forma me he encontrado con lugares maravillosos que merecen el recuerdo.
La región que comprende el
noreste de Morelos es un valle inmenso, que desde las montañosas calles de Tlalnepantla,
un pueblo que colinda con el Estado de México, por la carretera que lleva a
Xochimilco, se observa con magnifico detalle.
Cerca al pueblo de
Tlalnepantla, que como mayor atributo tiene su panorama, se encuentran los
pueblos de Tlayacapan y Totolapan. En el primero, la gente es conocida como los
“cazueleros”, mote ganado por su principal venta, las cazuelas. Y también,
comentó Marisela, guía en Totolapan, cuando a alguien que sea particularmente
“payaso” le dicen cazuelero por inútil, feo y frágil.
En Totolapan, fuera de
Marisela, que es una excelente guía y conocedora de la historia de su pueblo,
hay un convento –como en la mayoría de los pueblos que mencionaré – agustino
del siglo XVI. ¿La particularidad del convento? Bueno, como en todo buen lugar
religioso con historia, ahí se apareció un Cristo que, en los albores de esta
casa de Dios, un ángel disfrazado de indio regaló al pueblo. Vayan ustedes a
saber cuál es la verdadera historia. Lo que es cierto es que el Cristo
aparecido tiene quinientos años de historia y casi fue destruido por órdenes de
Benito Juárez allá por 1862.
Cerca de Totolapan está
Atlatlahucan, pueblo pintado de rojo y amarillo y con un letrero en su convento
que me hace ver que las ideas –ahora descabelladas y retrógradas – del siglo
XIX y anteriores, siguen presentes y gracias a su santa iglesia por darme cinco
minutos de risa y hacer que el viaje al pueblo en cuestión valiera la pena.
A la entrada de la iglesia,
y como bienvenida a todo visitante de este recinto sagrado, una hoja de papel
decoraba la puerta. La hoja rezaba más o menos las siguientes reglas: la
iglesia es la casa de Dios, no un sitio de reuniones sociales; aquí se viene a
rezar, no a platicar con los amigos, favor de irse si lo que quieren es hablar
(al fin que ni quería compadre, hay un bar a dos calles); en la iglesia no se
saluda de beso, de mano, de abrazo. Si quieren saludar a su prójimo absténganse
de lo anterior y por favor sólo hagan una leve inclinación con la cabeza en
señal de saludo (cual japoneses, ¿Por qué no?); las mujeres que vengan a la
casa del señor no podrán usar ropa obscena como mini faldas o playeras con
escote (los hombres ya tenemos suficiente con deleitarnos con su belleza
natural de ustedes, hijas de Eva, aún cubiertas cual invierno ruso, para que
ustedes vengan y nos muestren más carne de la debida, híjole). Favor de venir
con faldas largas y cubrirse la cabeza con un velo negro al entrar; absténganse
de coquetear o besarse dentro de la iglesia o en el atrio (por Dios, es la casa
del señor y el amor está prohibido). Y demás reglas prepotentes que dejan
entrever una iglesia antigua que no se adapta a los cambios. Cosa que no sabíamos,
¿verdad? Ahora veremos si Papa Pancho logra modernizar a la santa señora
vaticana… Mientras tanto, como me reí con el letrero de la iglesia de
Atlatlahucan.
Al salir del pueblo mocho y seguir por la
carretera hacia al sur, hacia a Cuautla, está la desviación para Yecapixtla.
Sí, el pueblo de la cecina. ¡Y qué cecina tan más rica! Ese, por supuesto es su
mayor atributo, junto con otro convento más que vale muchísimo la pena. Con
unos frescos muy bien conservados, y el muro original que rodea a la iglesia,
es un sitio que no defrauda. Digo, comida e historia y yo soy un hombre feliz.
Relativamente cerca de
Yecapixtla hay un pueblo que se llama Tetela del Volcán al que fui hace un año,
exactamente por las fiestas de semana santa. El pueblo, ubicado en una loma que
por lo consiguiente hace cansada la subida, tiene un convento que calificaría
de regular. Ni muy muy ni tan tan. Pero hace un año tuve la oportunidad de
observar toda la parafernalia desplegada por el pueblo para festejar todo su
embrollo religioso.
Había hombres con máscaras
muy elaboradas, los llamados sayones, que representan a los legionarios romanos
que actuaban junto con algún Cristo, que se me perdió entre la multitud de
enmascarados, la crucifixión y también observé la representación del
ahorcamiento de Judas.
Pero la fiesta continuaba
fuera de la iglesia. Desde los muros del convento la gente se trepaba para ver
la procesión, y entre la multitud destacaba un policía. Un viejo policía con un
traje café -un tamarindo- de los que se observan en las películas de antaño. Y en una de las
mangas de la chamarra se leía: “Policía motorizado”… Pero ¡Oh ternura! cuando
observé su vehículo todo terreno, motorizado, de miles de caballos de fuerza,
último modelo, recién salido del taller con la verificación autorizada… Un
burro.
Y por esta semana terminaré,
porque platicar de todos los pueblos morelenses, aunque sea muy
superficialmente, nos podría llevar un largo tiempo. Será pronto cuando retome
el viaje y platicaré de Ocuituco, Oaxtepec, Cuautla, Villa de Ayala, Chinameca
y su milagrosa renovación, Chalcatzingo, Yautepec, etc…
Hasta la próxima semana.
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