Decir que me observó con sus
ojos cansados, melancólicos y desesperanzados sería una cursilería, pero el
poco ánimo y la apagada mirada que le observé me hicieron pensar “hijos de
puta, te privaron de la vida”. Frente a mi estaba un elefante viejo, flaco y
desinteresado. Estaba en un zoológico, vamos.
Colecciones privadas de
reyes y emperadores, animales extintos por la brutalidad humana –como el león
europeo que gracias a la sanguinaria Roma, la bella civilización que tanto
ensalzamos, terminó con un gran Requiescat
in pace bajo el Anfiteatrum Flavius
– o el primer zoológico abierto al público, el de Viena en 1765 han alejado con
brutalidad y poca humanidad a miles de
animales de sus hogares, de su hábitat, de su tierra.
Pero, dentro del brutal
tráfico de animales, los zoológicos se salvan porque tienen atisbos de decencia
y cuidan de sus reos, por eso de lo políticamente correcto y no tanto por el
amor a la naturaleza, a diferencia de los circos, esos hijos de algo
innombrable.
Bien recuerdo que, hace cerca
de tres años, donde se pone el Circo Chino de Pekín, o el de los Atayde
Hermanos, o el que sea, que para el relato da lo mismo, ahí sobre Insurgentes a
la altura de la estación del Metrobús Revolución,
tuvieron durante medio año, bajo el sol y enjaulados a unos cinco tigres de
bengala, sin que ninguna autoridad hiciera algo. Que para las mismas, tampoco
vi a Greenpeace o alguna de esas empresas protectoras de los derechos animales,
moviendo influencias ni haciendo cadenas humanas. Nada de nada.
Decía que todo el tráfico
legal e ilegal de animales –que deja unos ingresos tan sustanciosos que es
obvio porque los gobiernos sólo fingen prevenirlo – priva de lo esencial a los
seres vivos en cuestión. Vida. El derecho elemental a la vida, a pasear por
donde a uno le plazca, vivir en libertad donde uno lo decida y, cuando no eres
humano, no tener que sobrevivir bajo las antinaturales leyes del homo sapiens.
Porque, si yo soy perro, jirafa o delfín, tengo todo el derecho natural de
pasarme por el Arco del Triunfo las piteras leyes humanas de defensa animal.
Déjenme plantear una
pregunta: El tráfico de humanos es ilegal véase por donde se vea, entonces,
¿Por qué hay tráfico legal e ilegal de animales? ¿Quién decide que transportar a un león del
Serengueti al zoológico de Tokio es legal y es ilegal transportarlo al circo de
la esquina? Y más importante, ¿Quién le preguntó al león si era de su agrado
irse a vivir a la cosmopolita capital japonesa?
Y ahora, después de haber
enfurecido frente al teclado, regreso al tema original. El elefante que, como
tantos otros en zoológicos, circos y colecciones privadas a nivel mundial,
observa con tristeza todos los días desde un espacio de muy pocos metros
cuadrados. La mirada del elefante que añora un pasado que no conoció, pues
nació en cautiverio, un pasado que sólo es herencia genética en él, una
historia que nadie le relató, pero seguro se imagina. Selvas, kilómetros de
tierra salvaje, libertad y algún hindú de añadidura que le cree dios. Porque,
amigos, nuestro elefante asiático del Zoológico de Aragón sabe que su hogar no
es un maldito puesto de exhibición, no. Su hogar es la historia de una especie
que, infinitamente más sabia que nosotros, vive sin destruir y muere por vivir.
Añora la libertad.
Hasta la próxima semana.
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