martes, 21 de mayo de 2013

Añora un pasado genético.


Decir que me observó con sus ojos cansados, melancólicos y desesperanzados sería una cursilería, pero el poco ánimo y la apagada mirada que le observé me hicieron pensar “hijos de puta, te privaron de la vida”. Frente a mi estaba un elefante viejo, flaco y desinteresado. Estaba en un zoológico, vamos.

Colecciones privadas de reyes y emperadores, animales extintos por la brutalidad humana –como el león europeo que gracias a la sanguinaria Roma, la bella civilización que tanto ensalzamos, terminó con un gran Requiescat in pace bajo el Anfiteatrum Flavius – o el primer zoológico abierto al público, el de Viena en 1765 han alejado con brutalidad y  poca humanidad a miles de animales de sus hogares, de su hábitat, de su tierra.

Pero, dentro del brutal tráfico de animales, los zoológicos se salvan porque tienen atisbos de decencia y cuidan de sus reos, por eso de lo políticamente correcto y no tanto por el amor a la naturaleza, a diferencia de los circos, esos hijos de algo innombrable.

Bien recuerdo que, hace cerca de tres años, donde se pone el Circo Chino de Pekín, o el de los Atayde Hermanos, o el que sea, que para el relato da lo mismo, ahí sobre Insurgentes a la altura de la estación del Metrobús Revolución, tuvieron durante medio año, bajo el sol y enjaulados a unos cinco tigres de bengala, sin que ninguna autoridad hiciera algo. Que para las mismas, tampoco vi a Greenpeace o alguna de esas empresas protectoras de los derechos animales, moviendo influencias ni haciendo cadenas humanas. Nada de nada.

Decía que todo el tráfico legal e ilegal de animales –que deja unos ingresos tan sustanciosos que es obvio porque los gobiernos sólo fingen prevenirlo – priva de lo esencial a los seres vivos en cuestión. Vida. El derecho elemental a la vida, a pasear por donde a uno le plazca, vivir en libertad donde uno lo decida y, cuando no eres humano, no tener que sobrevivir bajo las antinaturales leyes del homo sapiens. Porque, si yo soy perro, jirafa o delfín, tengo todo el derecho natural de pasarme por el Arco del Triunfo las piteras leyes humanas de defensa animal.

Déjenme plantear una pregunta: El tráfico de humanos es ilegal véase por donde se vea, entonces, ¿Por qué hay  tráfico legal e ilegal de animales? ¿Quién decide que transportar a un león del Serengueti al zoológico de Tokio es legal y es ilegal transportarlo al circo de la esquina? Y más importante, ¿Quién le preguntó al león si era de su agrado irse a vivir a la cosmopolita capital japonesa?

Y ahora, después de haber enfurecido frente al teclado, regreso al tema original. El elefante que, como tantos otros en zoológicos, circos y colecciones privadas a nivel mundial, observa con tristeza todos los días desde un espacio de muy pocos metros cuadrados. La mirada del elefante que añora un pasado que no conoció, pues nació en cautiverio, un pasado que sólo es herencia genética en él, una historia que nadie le relató, pero seguro se imagina. Selvas, kilómetros de tierra salvaje, libertad y algún hindú de añadidura que le cree dios. Porque, amigos, nuestro elefante asiático del Zoológico de Aragón sabe que su hogar no es un maldito puesto de exhibición, no. Su hogar es la historia de una especie que, infinitamente más sabia que nosotros, vive sin destruir y muere por vivir. Añora la libertad.

Hasta la próxima semana.

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