El
último gran bibliocidio ocurrió en 1992, mientras los aviones serbios
bombardeaban la capital bosnia, Sarajevo. La biblioteca nacional de dicha
ciudad, que albergaba más de tres millones de publicaciones y cerca de seis mil
libros de gran antigüedad e invaluable valor, quedó destruida, y se convirtió
en una víctima cultural e histórica más del último gran genocidio europeo, la
guerra de Bosnia.
La palabra
escrita, que perdura a la levedad del tiempo, ha sido perseguida desde que el
hombre notó su peligrosidad. ¡Cuántos hombres y mujeres han muerto por
escribir, publicar o leer lo que las altas esferas de poder prohíben! Y aún
peor, ¡Cuánto conocimiento, cuánta bella literatura ha quedado en el olvido por
no ser del gusto oligárquico!
También
existen los culpables ignorantes, aquellos a los que les da un comino si lo que
dice un libro, y que lo destruyen por el afán de borrar de la faz de la tierra
todo aquello que represente (o crean que represente) lo que ellos odian. Hablo
puntualmente de la Biblioteca Nacional de Irak, que en 2003 fue afectada por la
guerra y perdió el 60% de su acervo. Junto con el Buda de Bamiyán, la
biblioteca se une al legado cultural del antiquísimo territorio iraquí
destruido por la falta de consciencia histórica.
Es
así como desaparecieron bibliotecas míticas como la de Alejandría, que se
convirtió en cenizas en el 48 A.C., o miles de libros fueron prohibidos por la
Iglesia, desde títulos novelescos como el “Lazarillo
de Tormes” hasta títulos más reaccionarios (en su momento) como el “Emilio” de Rousseau. Escribir y leer
eran pecados capitales, y no fue sino hasta 1966 que El Vaticano dio por
terminado su Index Librorum Prohibitorum.
Y hoy
en día, cuando uno quisiera pensar que por fin la escritura y la lectura
tendrán un descanso después de tan cruenta persecución, no queda más que
observar la infame cantidad de periodistas asesinados, de escritores
amenazados, de letras censuradas. En el México de los últimos diez años, han
desaparecido diecisiete periodistas y muerto ochenta, como mínimo…
Pero,
sin lugar a dudas, el mayor ataque contra el verbo leer (y por consiguiente
contra el verbo escribir), al menos en México, es el de la ignorancia, el del
analfabetismo escudado en una supuesta educación. La gente en este país tan
lleno de ignorancia no lee ni en defensa propia.
El mexicano
promedio lee 2.8 libros al año, lo que significa un número bajísimo comparado
contra los promedios en otros países. Es más, de una lista de 108 países
proporcionada por la Unesco, México ocupa el penúltimo lugar en lectura. Vaya
honor.
No
queda más que guardar luto por una libertad de expresión que jamás ha existido
fuera de la utopía del papel (vaya ironía), y –ahora en la época digital –,
salvaguardar el conocimiento plasmado en las letras. Hay muchas formas de
masacrar un libro, muchas formas de asesinar al bello rincón de las letras. La peor
de ellas es ignorándolo.
Hasta
la próxima semana.
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